Makarenko sigue haciendo de las suyas
La teoría pedagógica tiene como una de sus orientaciones clave la de sugerir un cierto tono en la relación educativa que establece el educador con el educando, es decir, en describir, más o menos, la calibración o armonía que debería regir la relación de manera que la presencia del educador no sea asfixiante ni en exceso ausente. En la clase, por ejemplo, se trataría de establecer la función exacta que debe exigirse a un pedagogo o maestro, cuáles son sus requerimientos y límites, los márgenes de su actuación. En este sentido, he ido sugiriendo en posts anteriores, iluminado por la lectura que de la pedagogía bajo medieval-moderna hace el sociólogo Lerena, que puede entenderse dos formas de actuación del pedagogo. La forma por la que la pedagogía convencional, aun en su versión más activista y renovadora, de estilo rousseauniano, ha optado es la forma del pastor o cura de almas, de la transformación interior, de la educación como un proceso de labrado efectuado por un ejemplo, una imagen, una palabra, un maestro que acompaña y conduce (pedagogo). Es decir, la educación sería una tarea íntima que involucra al todo del ser que constituye al educando y no un mero aprendizaje de tareas o conocimientos, que sería el otro modo de entender lo educativo.
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